Es casi inevitable trazar un paralelismo entre la actual situación en la periferia europea y la situación previa al colapso de la convertibilidad argentina. Sin embargo, la convertibilidad no sólo no tenía solución práctica, no tenía solución teórica, es decir, no tenía salida aun siendo rediseñada sobre otras bases conceptuales. El déficit crónico en cuenta corriente estaba asociado a un tipo de cambio real apreciado, el endeudamiento público externo era insostenible y los acreedores internacionales habían decidido racionar el crédito. En otras palabras, la Reserva Federal y el gobierno de los Estados Unidos no tenían ningún compromiso formal ni con el sistema financiero local ni con la administración fiscal argentina. A pesar de haber fomentado una economía bimonetaria, el régimen de convertibilidad no formaba parte de ningún tipo de unidad monetaria y fiscal con los Estados Unidos.
En cambio, las economías europeas son parte de una unidad monetaria común, aunque la administración fiscal continúa siendo a nivel nacional. Con lo cual, el Banco Central Europeo (BCE) que establece una política cambiaria uniforme se desentiende de las tasas de interés de los títulos públicos nacionales.
Para el enfoque convencional la causa de la crisis sería el déficit fiscal, que provoca una pérdida de confianza de los acreedores sobre la capacidad de los gobiernos periféricos para servir su deuda pública. No obstante, el déficit fiscal es en realidad endógeno al nivel de actividad de la economía y, por ende, está fuera del control administrativo. Más aún, si en el marco de una contracción de la demanda efectiva el gobierno intentase (como se intenta con los planes de austeridad) mantener contante o reducir el déficit fiscal, probablemente lo termine agravando por los efectos contractivos sobre la propia demanda efectiva. Por lo tanto, la “crisis fiscal” no es una causa, es una consecuencia.
La crisis europea está determinada por los desbalances en el comercio exterior intraeuropeo. Como sostienen los economistas Vernengo y Pérez Caldentey, entre 2000 y 2007, el costo laboral unitario en los países centrales europeos aumentó sólo 7 por ciento, mientras en la periferia un 24 por ciento. Este incremento del costo laboral unitario relativo, combinado a un régimen de cambio fijo, significó para la periferia una apreciación real del tipo de cambio y, consecuentemente, crónicos déficits en cuenta corriente (y endeudamiento público). Como no forma parte del diseño institucional, el BCE no se compromete a intervenir persistentemente en los mercados de bonos nacionales y empuja a la periferia a una encrucijada.
La Unión Europea tendría dos tipos de problemas, solucionables teóricamente. En el corto plazo, el BCE debería salir al rescate de los títulos públicos nacionales y debería avanzar hacia un rediseño financiero que establezca un mercado de eurobonos y, de esta forma, avanzar hacia una unificación fiscal europea. En el largo plazo, el centro periférico (Alemania) debería sacrificar su superávit en cuenta corriente para aumentar la demanda externa de las economías deficitarias y convertirse en la locomotora intrarregional. De esta manera, es razonable suponer que con tal coordinación las tasas de crecimiento de las economías europeas tenderían a converger y se tornaría sustentable la unificación monetaria y fiscal.
Sin embargo, lo que parecería ser un problema de diseño institucional es, en realidad, un problema político de envergadura y una puja de intereses sociales y nacionales. Por lo tanto, el “dilema” europeo puede ordenarse en dos niveles diferentes, que pueden parecer contradictorios, pero en realidad son complementarios. Desde un punto de vista analítico, la Zona Euro sólo tendría solución si se realiza una reconfiguración general. Ahora bien, desde un punto de vista político nacional (el dilema en las últimas elecciones griegas refleja esta idea), las necesidades nacionales no pueden depender de los intereses de las elites dominantes en los países centrales o del curso de los acontecimientos europeos en su integridad.